Uso poco este blog y suele ser para poner textos de todo tipo. En esta ocasión lo voy a hacer con un par de capítulos de una novelita que escribí hace un montón de años (creo que fue el siglo pasado) y no fue publicada. Es de un humor un tanto "irlandés" que espero disfruten.
OBSESIÓN PRIVADA (una historia que podía ser verdad)
"El mal es par, la verdad un número impar y la muerte, parada completa." (Flann O'Brien)
"Pero como, con razón, no se puede decir todo, me veo reducido a avanzar por una vía estrecha que me obliga en todo momento a cuidarme para no recaer en lo que ya está hecho de lo que ya se ha dicho." (J. Lacán: "Aún").
UNO
Todo empezó aquel día en que decidí huír hacia ninguna parte y empecé por pegarle fuego a mi coche. Para ello tuve que recorrer doscientos kilómetros en busca de un túmulo solitario donde no me tomaran por loco y acabara en un cuartelillo de la guardia civil. Después de verlo arder literalmente por los cuatro costados, ya que me entretuve dando vueltas a su alrededor y haciendo polaroids del maravilloso evento mientras una luna gondolera simulaba ser el gato de Cheshire riendose de mi ocurrencia, me tocó andar un puñado de caminos atravesando la pradera de cielo violeta y el gris y húmedo bosquecillo de ululares varios donde no hubiera querido perderme.
Cierto es que llevaba unos días descentrado, no conseguía poner orden en ninguno de los aspectos de mi vida, ni siquiera en los más ruínes apartados económicos cuanto menos en los afectivos, tan difíciles siempre y más cuando uno mismo no recuerda si ha perdido la razón o sencillamente ha comprendido que lo que los demás llaman razón es cosa de gente absurda y simple. Impulsado por una fiebre interior plagada de excesos en la punta de los dedos, que me obligaban a comerme las uñas y rascarme con saña el cuero cabelludo los muslos la zona cervical y las espinillas como si me creciera la sarna en sitios inverosímiles, me había entrado una manía peligrosa basada en llamar a los timbres de los porteros automáticos diciendo que era un cartero comercial y echar poemas pornográficos en los buzones de correspondencia y sentarme luego en algún lugar desde donde pudiera observar la cara del vecino al abrir su portezuela, preparado con una cámara de fotos con la que robarle la sorpresa.
Llegué a pensar en repetir el acto doblando la apuesta con su propia fotografía pero el primer intento me puso rapidamente en evidencia: el tipo salió me miró con odio y me amenazó con llevar las pruebas de la vulneración de su intimidad a comisaría, por lo que eché a correr como un chiquillo sorprendido en travesura y me hice el loco ante los insultos del prudente padre de familia.
Tambien estuve varios días pegando poemas en las paredes del metro. Eran poesías eróticas a veces, pero tambien había otras referidas al hambre que pasan los negritos, las putadas que de los narcos, la miseria en que están cayendo las selvas, los mares y el polo sur y otros temas comerciales cien por cien, hablando en plata de lo que son los nuevos negocios de los que chupan unos listos muy sensibilizados con todo ese medio ambiente para completar su otra media paga con buena conciencia en estos tiempos de inseguridad ciudadana, económica, moral y por supuesto sexualmente incorrectos.
Después de eso, me recluí en el silencio de mi garita apostólica una semana y prometí ser bueno para recibir la gracia de una sorpresa adecuada y feliz, leyendo en voz alta párrafos en latín, cortados de un viejo misal preconciliar encontrado en un contenedor de basuras y que contenía oraciones para muchos santos importantes.
No se si dio resultado, pero estaba claro que me gustaba el latín casi más que el arroz con leche de mamá y las angulas de Aguinaga.
Pasaron los días y cada vez se me ocurrían peores ideas. Mejor dicho, las ideas no es que fueran malas, sino malintencionadas, porque andaban continuamente entremezclándose promiscuamente unas con otras y se contaminaban con cualquier cosita que pudiera hacerles pasar un rato divertido. Temas como llamar por teléfono y preguntar por alguien que sabía que no estaba, para dejarle un recado importante de parte de otra persona que tambien sabía que no estaría a la hora que decía, de manera que se enredasen en citas de contestador preocupándose por asuntos inexistentes o triviales pero sabrosos. Era como si me hubiera cogido una infección de mala leche y no pudiera estarme quieto un rato sin enredar. Decidí darme unos días de descanso sin hacer nada y recluí mi mente en un flotante hospital de nubes algodonosas y músicas celestiales. Abrí un libro de meditaciones intrascendentes y "hula hop": Allí estaba, desnuda como un pescado abisal, la faja que arropa las potencias del alma, el equipo entero de silogismos de la señorita Pepis transmitidos por Aristóteles, Tomás, Agustín, Anselmo y los otros padres de la inteligentsia vaticana; la verdad aún no había llegado aún, pues su clepsidra de bolsillo se retrasó al soplar el viento de aquellas palabras sarracenas que inundaban líquidas los engranajes de las metáforas, confundiendo a los poetas y dibujantes. Tambien había muchas razones: razones fresas, mentas y maracuyás, razones para todos los gustos, y todas tan extrañas para unos como familiares para otros. Todas eran iguales en apariencia, con un lado de bellos tonos y música agradable y un trasero maloliente y ominoso. Algunas se pretendían vírgenes y puras, pero las más eran mestizas y eclécticas, con brillante superficie tornasolada en la que cada cual encontraba el placer de su consecuencia inmaculada; pero no por ello su estructura era más sólida, ni aunque lo quisiesen pasaban de ser transfugas eficaces para el papel que el ideólogo de turno les había encomendado con mejor o peor resultado. Y había ¡cómo no! bastardos canallas disfrazados con formas inteligentes que como peces en su acuario de anuncio se deslizaban en circenses posturas, sin ningún apuro por ello, para atraer hacia sus proposiciones nefastas al máximo de imbecilizados con tratamientos infantiles de lavado mental más blanco y fanatizado que nadie, asentando las semillas del odio y la intolerancia al cerrar las puertas a la fantasía y la bondad naturales de los animales. Casi todas ellas vestían uniformes clericales o militares, y era la uniformidad bajo mínimos su esfuerzo principal por equilibrar el mundo.
Pensé entonces que me iba a deprimir, pero no me dió tiempo puesto que éste no había llegado tampoco por el atasco psicodélico, y no tenía ni sitio para alojar las lágrimas de los cocodrilos muertos para fabricar objetos de piel para estrictos sadomasoquistas con pasta y pedigrí, no como esos que llevan tiras de plástico cutre de lux y que se anuncian en los diarios para esnobs. Pero la emoción me embargaba como una multa impagada o un amor desesperado, sin recursos ya mas que para contemplar el arrebato de los vociferantes seres minúsculos que me poblaban y se sentían incapaces de asumir tales afrentas sin responder con solvencia y rectitud conforme a lo aprendido en los días de la infancia. No valió de nada. Mi corazón tiene tanta fuerza aún como mis ideas y, cuando se vió ante la fosa común de las esperanzas, tomó la gozosa tesitura de poner en marcha el circuito de ignición. Se abrasaron mis músculos agarrotados, se desprendieron las esclerotizadas articulaciones al tensarse al máximo, dejando a su suerte a los huesos de mi esqueleto y la calavera decidió prescindir por fin del contenido cerebral que la atosigaba: fui proyectado como un muñeco de trapo contra el techo de la habitación, donde se empeñaban en escribirse solas las palabras con que tenía que escribir mi aventura clarificadora. La luz se hizo como un resplandor incandescente que llenaba de realidad los sueños y desperté entre los vivos. Era temprano y tenía hambre. ¿Estaría loco?.
Después de dos semanas colgado de la lámpara amarilla de mis sueños estaba como nuevo, o eso creía yo...
DOS
Salí de casa enloquecidamente una noche azul semanas después de lo relatado. Me detuve en el portal y miré el reloj. El sí que estaba pasado. Más exactamente, veinte minutos de lo que sería razonable. Y eso que no habían pasado más de diez desde la llamada telefónica con la que había sincronizado. Decididamente había sufrido un ataque de adelantamiento exagerado de carácter muy agudo, y corría como si el tiempo valiera menos de la mitad de lo que yo pensaba. Luces oscuras habían invadido el tiempo y podría hablarse de que había llegado la noche a mi calle. Naturalmente, algunos focos permitían ver las siluetas de los coches detenidos junto a las aceras pálidas, pero eso no era consuelo para quien ha perdido tantos días y desconoce si existe alguna relación entre la oscuridad y el silencio veraniego. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y comprobé que iban dentro las moneditas talismanes de la suerte: nada que temer por el momento. Pude sentir incluso el tintineo de su entrechocar rumboso entre mis dedos y estimularon a contarlas con caricias tiernas: siete al tacto, lo justo para sentirse bien. Y es que siempre fuí algo supersticioso: lo justo.
En alguna parte de mi cabeza, un timbrazo mucho más agudo y estridente hirió mi meditación y me hizo dar un salto a un lado de la calle: un coche pasó rozándome el culo y una sonora palabrota de cuatro sílabas me levantó los brazos hasta la altura de la cabeza. Aproveché el movimiento y me mesé el cabello que estaba alborotado y de punta por el susto. Mi corazón dijo "ay" y respondió con palpitaciones desacompasadas que tuve que calmar con buenas palabras pensadas y golpes suaves de pecho al borde de la acera.
Yo no sabía adonde iba porque la llamada de teléfono no había servido para concretar el lugar de la cita. Sólo el tono de voz, unido a los ruidos de fondo, y su breve recomendación de que no olvidara "lo que ya sabía", un instante magnífico al parecer en que ambos nos habíamos dado cuenta de nuestros sentimientos afines. Lo que tenía que hacer era acompasar mi caminar a una sospecha y equilibrar adecuadamente el volumen de información dado con el centro de datos de mi cerebro, no por la parte analítica sino por la otra, la femenina que siempre estaba reposando a la espera de momentos como éste en los que demostrar su valía. Se trataba de retroactivar las cuestiones para transformarlas en respuestas mucho antes de que se produjesen las primeras: una sencilla operación hipertemporal y sabría: A) ¿quién me había llamado? B) ¿donde me citó? C) ¿para qué?. Una compleja red de crepúsculos y alboradas químicas entablaba diálogos no muy platónicos en algunos de los lugares más inusitados de mi bóveda craneal, tal como al lado de mi oreja izquierda, con lo que yo estaba escuchando lo que no debía, en aquel sitio donde se juntan las cuestiones sexuales con las palabras y te hacen florecer tacos de muy mal gusto en la lengua, lo cual me hizo soltar un "coño estoy hasta los cojones de esta jodida mierda" sin venir a cuento, e incluso en un lugar que prefiero no recordar porque me da vergüenza, ya que es algo íntimo de mi infancia. Pero vamos, que los circuitos internos de mi CPU natural estaban en un frenesí anfetamínico, a pesar de que me había tomado una tila antes de salir, y a las terminales últimas iban llegando detalles referentes a sonidos, olores, imágenes que parecían corresponderse con diferentes grados de atracción/ repulsión sexual u oral que se correspondían con los asuntos relativos a la persona cuya voz melosa e insinuante había escuchado en mi aparato telefónico. Sensaciones intuídas acerca de problemas y estados de ánimo reales o imaginados que cuajaban como queso o yogur gracias a la agitación y los fermentos disparados en la máquina gris de mi superioridad. No... no había llamado a ninguna línea erótica, de hecho en esa época ni existían tales engendros.
Entonces lancé otra andanada de preguntas, a ver que pasaba, tales como: ¿Donde la conocí? ¿sentí su piel en mis dedos? ¿y en mi lengua? ¿donde lo hicimos? pero... ¿lo hicimos, realmente? ¿qué sentí? ¿cuando ocurrió? ¿duró mucho? y, en ese caso ¿cuanto? ¿se terminó de golpe, o se quedó en suspenso? ¿lo habré soñado? ¿la besé? ¿hicimos chucuchú? ¿qué tal y tal? y algunas obscenidades que me provocaron una incómoda pirámide en los pantalones y que prefiero no consignar ahora. Como siempre me interesa ver las mejores opciones primero para saber si es atractivo el tema que estoy pensando sin saber de qué va, pues me desvié elucubrando tonterías que pronto me di cuenta de que no venían al caso. Pero, después, ya pasé a montarme una historia en la que podía situar la llamada misteriosa y desarrollar un presunto futuro imperfecto, dando así una oportunidad a esos aspectos de la vida de uno que siempre se quedan con las ganas. Deduje un lugar de encuentro posible y me predispuse para dirigirme a él con intención de llegar a tiempo.
Bueno, era un asunto peludo debido al enfermizo comportamiento de mi reloj que se estaba poniendo a correr a una velocidad tan tremenda que casi podía ver el movimiento de las manecillas bajo la esfera turbia y mareada (me había entrado agua el verano pasado cuando estaba en la playa, y cada vez que el cabrito del ingeniero jefe que estaba dentro de la maquinaria se embalaba debido a su enfermedad temporal, el cristal trataba de ocultar su vergüenza empañando la visión del interior). Me apresuré pues con estos razonamientos, ya que sinó hubiese sido imposible llegar incluso a la tercera pregunta y a una subsecuente respuesta inevitable pero idiota: ¡Seguro que querían matarme!. Buff... menudos nervios me entraron de repente. Pero ahora si que podía dejar correr mi imaginación en el maratón de lo policíaco o en una carrera de vallas por el mundo de la estupidez. Con respuestas como esa no necesitaba coherencia ni siquiera entre las mismas preguntas, y se adquiría una dinámica tan demencial que más valía ajustarse a un programa menos loco. Puse mis pensamientos en remojo y sentí que estaba pisando charcos... "mucho mejor -me dije- adónde va a ir a parar... ahora ya puedo escoger una lógica mas aristotélica y seguro que la combinación de situaciones me llevará adonde me venga en gana, y no a esas arbitrariedades criminales y absurdas".
Cogido el rábano por las hojas me dispuse a trascender los deseos y pasar a la realidad pura y dura.
"¡Madre del amor hermoso! -me increpé- sería extraordinario encontrar la grieta que corta lo imaginario y lo auténtico, la separación entre las dimensiones normales y las otras, esas que dicen los científicos que están enrolladas o no se qué y que ocultan más de lo que enseñan (como las monjas y las moras), y si pudiera colarme a través de ella, sería güay del paragüay. Me haría príncipe de los mundos ilusorios y embajador de los fantasmas en el mundo legal, entraría o saldría a placer de las novelas... pero, ya estoy otra vez pensando tonterías, joder, es que no tengo arreglo... como si fuera posible hacer el paseíllo en una plaza de vivos y lidiar al toro en la de muertos, qué manera mas tonta de procesar las cosas en mi perola... ¿tendré que buscar un doctor en sicología otra vez o un maestro fontanero para abrir las válvulas de las cavilaciones y un método de interpretación del mapa de las geografías imaginarias?."
En cualquier caso, lo cierto era que no parecía haber dado ni con una ni con otras respuestas. Lo que es más, no sabía aún por qué diablos el andén escogido del metro estaba siempre desierto y no pasaban trenes en esta dirección, en tanto por el otro lado ya habían atravesado pitando y deteniéndose tres o cuatro; y además era el último de la línea. "¡Maldición! -me dije entonces- ya me he vuelto a confundir. Estoy tonto. A estas horas no hacen mas que llegar al otro y partir de él unos diez minutos más tarde, luego debo de llevar aquí, pensando en gilipolleces, más de media hora. ¿Será posible? -me dije, si-. Y cambié de andén corriendo antes de que fuera demasiado tarde y me quedase compuesto y sin metro.
Llevaba más o menos la mitad de la línea recorrida y había hecho un par de transbordos sin motivo ni razón alguna, sólo dejándome llevar por un impulso, pero aún no había decidido cuál era el momento de bajar definitivamente, cuando de repente me sentí como llevado por algo que no sabría definir; y, al llegar a la siguiente estación, abrí con seguridad la puerta del tren y descendí al andén, sin saber siquiera de cual se trataba. Estaba vacío pero vi el nombre de la estación escrito en letras mayúsculas metido en un rombo azul: RETIRO. Como allí no tenía posibilidad de combinación con otra línea y sólo una de las salidas permanecía abierta, no cabía duda alguna: era ahí adonde iba. Así que me dirigí al exterior y me encontré en la acera contraria del parque madrileño, junto a una iglesia de extrañas formas no muy castellanas que nada bueno me auguraban con ese fantasmal mirar entre las sombras, pues entonces, la verdad, no había muchas luces iluminando templos. Me metí en el túnel siniestro que atravesaba la calzada por debajo y que iba a desembocar en el interior del famoso lugar verdoso de esparcimiento y solaz recreo para patos y abuelitos.
Cuando llevaba unos metros andados, me di cuenta de que la oscuridad era absoluta, ya habían vuelto a romper todas las bombillas o quizás ni siquiera las habían restituído como era acostumbrado entonces. Me volví un poco asustado y observé el mismo oscuro silencio y la profundidad sin límites en que me hallaba atrapado. Todo a mi alrededor había desaparecido tragado por una densa nube de aire negro y hediondo. "¡Dios mío, estoy perdido... y ahora ¿que hacemos?" -aseveré para mis adentros dotándome de compañía interior para no estar tan solo. En aquel punto percibí que me había desorientado completamente. Ahora no recordaba si miraba hacia adelante, en cuyo caso estaría en dirección al parque; o, por el contrario, miraba (y era un decir en esa negrura insólita) hacia cualquier otra parte. Me quedé paralizado por la angustia. Pensé:
"Houston, tenemos un problema..." Pero la NASA, nada. Me planteé seriamente mi situación y no me lo podía creer. "¿Tendría que suicidarme como los escorpiones al verme rodeado por un incendio oscuro y frío? ¿qué coño andaba yo haciendo ahí?, metido en medio de la más absoluta negritud silenciosa que me hubiera podido imaginar alguna vez (y siempre me había asustado mucho hacerlo), como consecuencia de una llamada misteriosa que, puestos a pensarlo todo, igual se había confundido de número. Y yo, haciendo el ridículo, cagado de miedo, en, bueno, no quiero ni pensar donde estoy... ". Pero, después de un instante de fugaz desamparo, me rehice y recuperé mi valor, exigiendo a mis adentros la entereza que me faltaba, concebí la idea de prometer poner velas a un santo (cualquiera, que eso daba igual, con tal de que me ayudase y susurrase su nombre en mi oído en el momento adecuado, o sea cuando yo me viera fortalecido suficientemente para salir de ésta, y yo lo citaría en voz alta, salmodiando su angelical apelativo con pasión). Como respuesta a mis ruegos, ya casi sin esperanza, grité:
-¡Por san Críspulo, jolines, tengamos valor, amigos, saldremos...!"
Y empecé a moverme sobre mi propio eje imaginario y situado a mi espalda, para tener un centro desde el que buscar referencias en la pálida luminosidad que parecía ir surgiendo como reflejos nacarados de la pared de cerámica cuadriculada. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la semioscuridad y eso me serviría de punto de partida para elegir un norte y un sur. "¡Mucho mejor -pensé- donde va a ir a parar...!, gracias Crispulín y perdona por el diminutivo, pero me suena más familiar ¿sabes?". y cerré los ojos y me lancé a convertir el silencio en letanías para acabar con la otra trampa nocturna: "crispulín, crispulín, bendito tu seas entre todos los santitos del cielo si me rescatas de este penar sinfín" -una y otra vez y apostando varios redaños de mi fe para construir una coartada a mi frágil espíritu. Como iba recuperando tambien la percepción acústica y con ella seguramente los demás sentidos, le prometí no faltar a lo de las velas en cuanto me enterase de donde había un altar en su memoria. Después abrí los ojos, poco a poco, como esperando una luminosidad devastadora. Pero apenas me alcanzaba la vista, así que se lo dije y sentí su respuesta "esto es lo que hay, amigo, sobre todo teniendo en cuenta que no eres lo que se dice muy beato..." Me exigí más acutancia visual para poder palpar con los bastoncillos de las retinas los alrededores y mis iris se oscurecieron hasta cubrirse de trozos de noche que se introducían con perspicaz habilidad en ellos levantando las cortinillas de los párpados para caber mejor. Alcanzaron primero unos ligeros brillos en algunos baldosines desequilibrados, después otro fulgorcillo un poco más allá, y otro y otro. Así que había formado una línea que tenía su punto más próximo a unos cuatro metros, luego debía de estar cerca del otro lado. Alargué el brazo
y, dando un paso en perpendicular a la raya que visualizaba tan someramente, toqué la fría y húmeda pared. Y me pringué con algo pegajoso que la embadurnaba. ¡Qué asco, pardiez! -me dije y acerqué el dedo a mi nariz para tratar de identificar la plasta pegada a mis yemas. ¡Puaff...!, contestó mi estómago y me pegó un chasquido el diafragma, instando al vómito, que hizo un hueco en mi boca pero sin llegar a asomar aunque dejase un picor asqueroso en la garganta. No podía identificar el aroma pestilente, pero le repugnaba claramente a mi naturaleza. No me atreví a palparlo entre los demás dedos por un instinto de salvaguardar al pulgar, que había quedado exento de la guarrada flácida que se adhería glotona a los otros. Al final, y tratando de evitar el tenérmelo que llevar otra vez a la nariz en nuevo intento por investigar morbosamente la materia de que estaba compuesto, sacrifiqué al gordito, eso sí pidiéndole perdón anticipado, y toqué suavemente con él la sustancia impregnante. "¡Buaff... que asco!", me reiteró con rabia el pobre al tentar a sus colegas teniendo en medio esa consistencia densa y blandengue, como un puré muy pasado y bastante adherente: pringaba descaradamente y tenía como grumitos de textura distinta que explotaban al apretar un poco y dejaban resbalar un aceitoso conflicto indiscernible para mi cerebro sin otros datos que añadir. Me saqué el pañuelo del bolsillo izquierdo con la mano derecha, procurando mantener la mano izquierda, la pringada de materia oscura, lo suficientemente alejada del borde del pantalón y, al mismo tiempo, de la pared, para no mancharme con reiteración al hacer todos estos ejercicios gimnásticos de torsiones basculares. Tras girar adecuadamente unos cien grados, introduje un par de dedos en el bolsillo con intención de no manchar el resto de cosas que pudiera haber en él. A saber: encendedor, tabaco y cajita de condones, además del susodicho moquero inmaculado. En el otro debo recordar que estaban, junto a las siete moneditas de la suerte, aunque no vayan a creer que soy supersticioso siempre me ha dado buen rollo tener una conexión con lo desconocido, las llaves y el monedero con documentación y billetes de banco y tarjetas. Eso era lo que estaba pensando mientras hacía la operación, por lo que tropecé con una arruga de aire denso y casi me caigo, a no ser porque di un par de trompicones y conseguí recuperar el equilibrio. Pero enseguida advertí que tendría que resituar mi particular estrella polar en el fondo de ese túnel sin destino. Con el traspiés había pasado mi pie breve pero profundamente sobre un trozo de materia blanda de textura que aparentaba ser similar a la tocada antes por la punta de mis propios dedos. Sólo que esta vez, el sentido del tacto sufrió un resbalón y como consecuencia una demora aclaratoria al haberse efectuado el contacto a través de la algo más rígida superficie del calzado, un mocasín de piel que ahora estaría en consecuencia lleno de mierda (o lo que fuera): esa fué mi primera impresión que debió quedar impresa allá abajo, ante el nuevo y desgraciado incidente. Trabajo doble para el blanco paño de mis lágrimas que, inocente y pacifista enseña del valor, tuvo que tratar de cerrar las confrontaciones de mí mismo contra mi derredor, y viceversa, haciendo sin esplendor su trabajo; o sea que, tras salir enredándose con el paquete de Lucky sin, el cual estuvo a punto de precipitarse al negro pozo de las sombras, en que de ser así habría quedado abandonado a su suerte, pues cualquiera se fumaba luego un emporcado cigarrillo tras una incierta suerte por los predios del hediondo vacío estelar. Por fin, tras la utilización hábil y francamente eficaz del nudillo flexionado del pulgar de la mano izquierda en la operación clave de sujetar el paralelepípedo blanco y rojo citado, evitó la ya cantada como ineludible pérdida, entre palabrotas y gritos de aliento coreados por ambos lados de mi cuerpo, unos a favor y otros, hasta el gorro ya, en contra de tanta tontería.
Como dije, me limpié como pude, es decir enredando el actual pringue con un par de mocos no totalmente solidificados (la muy... no estaba tan impoluta como había pensado) que añadieron leña al fuego de mi cabreo al adherirse insistentemente a la palma de mi mano derecha, con la que efectuaba las misiones de reconocimiento y limpieza de su colega inversa. Y, si bien una no debería saber lo que hacía la otra, lo sabía muy bien y no se sentía del todo conforme con la inquieta actitud de que hacía gala la compadre: -"estate quieta, gilipollas, que vas a acabar cobrando..." -Terminada no de manera totalmente efectiva, pero si todo lo posible en las susodichas dramáticas circunstancias, el fugaz aseo dactilar, me llevé de nuevo los dedos a la nariz para olisquear el asunto, fracasando de nuevo en un renovado intento por reconocer el origen de tan repulsiva esencia. Eso si, ahora, al haber perdido intensidad, se percibía un punto ácido penetrante que llevaba consigo cubriéndolo una acre fragancia con toques neutros de grasas consistentes que podrían haberlo convertido en estrella fugaz de la perfumería cosmética de tigres y osos, si ambos se hubieran dado al consumo de los desagradable de manera voluntaria y elegante.
Tras retirar cuidadosamente de mis dedos el máximo de restos de ese magma-porquería, deslicé por la parte que consideré ciegamente más límpia del pañuelo el zapato maculado y, cuando consideré que nada más podía hacerse por él, arrojé el voluntarioso lienzo a un lado, no sin antes dudar y a que había sido un regalo junto a otros cinco más las anteriores navidades, y me apenaba darle tan ominoso destino final a su buena disposición, siempre a mi servicio aguardando fielmente en mis laterales panoplias cualquier urgencia o necesidad extrema en que ofrecerse voluntario para recoger lo que yo no quería conservar en mi interior por más tiempo: fuesen sangre, sudor, lágrimas, mucosidades y humores diversos no citables que los acontecimientos arrojaran desde mi interior al espacio circundante. No obstante, y cómo la idea de conservar toda la mezcla de pastosas y odoríficas sustancias extrañas en mi bolsillo me escandalizaba todavía más, definitivamente lancé sin ver donde caería el pañuelo al aire y recé una salve instantánea para dejarlo sin más pena ni desde luego más gloria en el mundo de la oscuridad. "¿Cuanto tiempo había transcurrido entretanto?" -me pregunté de súbito, respondiendo sin pausa pero con prisa con otra parte de mis entendederas: " No tengo ni idea, tío, pero debo de llevar un buen rato con tanta hostia..." -lo que tampoco fué una respuesta muy aproximativa a la hora oficial de ninguna parte del mundo, pero... así estaban las cosas. Con cuidado sublime me puse a caminar hacia una de las supuestas bocas del tunel que ahora intuía en función de los débiles neones inventados por la luna en forma de minúsculos puntos de luz que rebotaban en la pared por uno de los laterales, como antes expliqué. Mis prudentes pasos me condujeron en no más del tiempo demorado en disquisiciones inútiles a una especie de velado marco en cuyo fondo se podía apreciar un reborde de vegetales formas y una cuestecilla sólida, al menos más en apariencia que el magma infecto que venía pisando a cada paso de mis sufridos mocasines y que iba a acabar de seguir así calando la suave gamuza azul de mi calzado veraniego, deteriorando ya no sólo mi imagen inferior sino definitivamente la piel y el alma de mis pies, enfangando con cantarina peste incluso mi propia naturaleza.
Aceleré mis pasos hacia la, para mi oscura situación, brillante neblina boscosa y tropecé de nuevo, ahora con un objeto voluminoso y pesadamente blando tumbado en el piso y que se quejó ladrando y saltando confuso entre perrunos arrebatos de miedo a lo desconocido por el violento despertar; llevando mi corazón al paroxismo más cruel y forzando un grito terrorífico en mi garganta que, poniendo a prueba las cuerdas vocales hasta ese momento controladas, salió sin moderación alguna con la agudeza y plenitud requeridas en estos casos: rozó los límites del aullido y el pobre perro invisible se metió aterrado en el agujero negro chapoteando quién sabe qué y donde. En ese instante sin embargo mis piernas se paralizaron y se dispusieron, clavadas como pértigas en el suelo, a comenzar una temblequera feroz que acompañase al resto del cuerpo en su fase como supercuerdas desacompasadas y febriles que inventasen un nuevo individuo vibrátil. El grito, que había acompañado al gemido del chucho, hizo un eco sordo en la profundidad del pasadizo y se metió cobardemente en mi pecho a través de los asustados oídos, provocándome una reacción de terror ciego que recorrió dando pinchazos y calambres todos los recovecos de mi piel y, como en las películas del gordo y el flaco, después del primer instante de pánico inmóvil, yo salí temblando y babeando ayes mientras pegaba saltitos como el primero, pero sin el acompañamiento del segundo que pareció flagelar mi espíritu obligando a mi culo a poner pies en polvorosa carrera, saliendo sin frenos del horrible recorrido.